lunes, 18 de abril de 2016

Carta.

Te echo de menos, me resulta tremendamente vulgar, mundano expresarlo así. Porque no se limita a echarte de menos, tu falta me desgarra creando en mí no solo tu ausencia, sino mi propia inexistencia, pues me llevaste contigo cuando te fuiste, sin darte cuenta. No te echo de menos, te muero, te insomnizo, te sueño despierta, te lloro rompiendo mi alma hasta el punto de no saber si aún me queda algún pedazo para volver a amar como lo hice, para volver a entregarme por completo, sintiéndome querida. Me muero literal y literariamente cada segundo que te pienso, que son todos. Marcas mi vida, si es que se le puede llamar así. Antes también llevabas tú el bastón de mando, pero me dabas la mismísima razón de vivir, ahora simplemente me mantengo latente por la mínima esperanza que albergo de que algún día te nazca echarme en falta, aunque esa ilusión se funde con mis lágrimas cada día que pasa sin saber de ti, pues me das motivos para arrugarla, romperla y arrojarla al cubo de la basura, al cubo de la basura celestial. No quiero reciclarte, no quiero a otra persona, deseo a la misma que me ofreció un pequeño mordisco de felicidad, y que se quedó conmigo para ver el efecto. No puedo perseguirte por la faz de este planeta, es finita, el camino es corto, y yo corro, pero es imposible competir con la distancia inquebrantable, infinita de la distancia que has puesto entre ambos corazones. Tampoco es incomprensible para mí que te hayas marchado, yo también lo haría si tuviese la ocasión. Lo imagino por unos instantes y provoca en mí un placer irrefrenable... Dejarme de la mano de Dios, abandonarme a una marea perdida para que me arrastre a las profundidades. No soy suficiente. 



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