Los días pasan, se nos hacen interminables, y cuando llega la noche hay dos opciones. Nos invade la sensación de que nos falta tiempo, de que no lo hemos hecho todo aún antes de irnos a la cama. Y la otra opción es la del alivio, al pensar que el día acabó. Todos los días son iguales por el hecho de sentir siempre la misma tristeza, de sentir siempre el escozor en las muñecas, de contenerse para llorar, o para dañarse. Porque si caemos en esas tentaciones horriblemente mortales, fallamos a quien está a nuestro lado, y si no tenemos a nadie, nos fallamos a nosotros mismos. Fallarse a uno mismo es un delito en toda regla. Dejaré de escribir en primera persona del plural, como si la cosa no fuera conmigo, y la pondré en singular. Para mí. Me duele en el alma saber que repartidas por este mundo hay pequeñas preciosas, niñas, chicas, mujeres, que quieren dejar de vivir. Lo entiendo perfectamente. Todos esos ángeles, asocian la muerte con la felicidad, con la pura felicidad y el auténtico final del sufrimiento, sufrimiento y dolor. Dejar atrás el no poder más. Lo entiendo, y me abruma, me asusta sentir que comparto esos pensamientos. Intento salir de esto y poco a poco estoy cambiando mi idea. Porque sinceramente, me da real pánico pensar en que el hecho de morir, me provoque placer, que con sólo pensarlo me sienta liberada de todo esto. Sentirse bien a partir de esas intenciones me da miedo, siempre he tenido miedo al descontrol, a no ser curada completamente. Dependo de tesoros como vosotros, los del otro lado de la pantalla. Sois ángeles, valientes que os enfrentáis cada día a vuestra pesadilla. Ganaréis la partida. Luchad por lo que os importa. Aguantad.
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