Despierta, abre los ojos a un mundo amenazante, que le es ajeno a todo su ser. Permanece unos minutos en la cama, haciendo esfuerzos sobrehumanos para poner un pie en el suelo; frío y sin escrúpulos. Palpa sus ojos haciendo una parada en ambos lagrimales. Presiona. No quiere echarse a llorar otra mañana más. Se dispone para vestirse, pero antes, tapa todos los espejos que hay en la habitación. Desde hace años no soporta la idea de contemplar su cuerpo. Prefiere vestirse rápido para que esa tortura diaria acabe cuanto antes.
Desayuno; medio vaso de agua caliente mezclado con una cucharita de cacao soluble. ¿A continuación? Seis horas en el instituto, sola entre tantos cuerpos, absorta en sus pensamientos. Se deshace de la mochila de vez en cuando, sus pesares multiplican esa carga. Sentada en su mesa, mirando al vacío, dividida en dos. Por una parte, concentrada en absorber todos los conocimientos que le sea posible. Estudiar, aprender... Se intenta sentir útil a través de esto, aunque le cueste la vida la aprobación, y ver algún día, reflejado todo su esfuerzo en un papel. Por la otra parte, sus pensamientos van dedicados a la comida del día; pautas para superarla según la que sea, y fuerza a sí misma para no echarlo todo a perder.
Llega la hora, la comida. Raciones estrictamente reducidas y no pensar ni por unos instantes en carne, pan o pasta. Pero esto no es todo, llega el mayor de los retos. Retener la comida ingerida. Tiene lugar en su cabeza una gran disputa entre el vómito, la retención, el peso, la angustia, la tristeza, la frustración. Por desgracia, aquí no hay patrón fijo. Unos días la comida logra mantenerse dentro; otros sin embargo, es expulsada.
Hasta aquí, medio día resumido y sin detallar que me pertenece por rutina. No puedo seguir por dolor interno, expresar esta clase de cosas, sea por escrito, oralmente, me destroza, y debo ir poco a poco.
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