Me he querido morir. He intentado matarme. He estado
consumida literalmente. He dejado de comer y he querido que hasta mis huesos
desaparecieran. Me quería tan poco, que quería borrarme por completo. Lo peor
es que lo único que me frenaba para no morir era el sufrimiento de los demás,
nunca el mío propio. He estado completamente sola. Me he luchado, me he herido,
he visto mi sangre y me he sentido feliz. Me he dañado, me he lamido las
heridas, pero nunca me pido perdón. Nunca paran los pensamientos. Nunca paro de
cuestionarme por qué sigo aquí. Me miraban como a una causa perdida, me
mandaban mucha medicación y nunca olvidaré cuando guardaba las pastillas para
un día, tomarme cincuenta de golpe. Ese día, todas las miradas iban hacia mí.
Fue lo más cerca que he estado del infierno.
Recuerdo muchos golpes. No quiero volver a ser una niña porque
no quiero volver a vivir lo que viví.
Y esta noche me acuerdo mucho de él.
Tenía depresión como yo. Cuando él estaba mal, me llamaba, yo salía a la puerta
de casa y ahí estaba, esperando en su coche. Yo me subía y nos íbamos a las
afueras, donde no había nadie. Y nos quedábamos horas hablando en su coche, de
nosotros, de lo que nos pasaba, de que nos queríamos morir, de que no podíamos
más. Una mañana de enero me dijeron que se había suicidado la noche anterior.
No lloré. Al principio no lloré. No creo que estuviera en shock. Sentí de todo
cuando me lo dijeron. Sentí miedo, sentí envidia porque podría haber sido yo.
Sentí mucha rabia, porque no me dijo absolutamente nada. Esa noche no me pidió
ayuda. Y esa noche me dejó, y juro que yo sabía que me suicidaría después.
Cuando vi su cuerpo, su cara en el tanatorio. Cuando me paré frente a él, no
lloré. Estuve contemplando su cara mucho tiempo. No podía pensar. Salí del
tanatorio cuando se llevaban el ataúd. Yo estaba en la acera y vi a la gente
caminar, vi a los coches moverse, vi a los pájaros volar, vi a los niños
sonreír, vi a mi familia hablar, lo vi todo, todo en movimiento todo viviendo
como si no pasara nada. Todos decían que había sido un cobarde y a mí me ardía
el alma por dentro porque yo entendía a ese cobarde. Exploté, lloré como nunca.
Lloré y nunca habré deseado tanto una última conversación.
No le pido volver. Solo me faltará siempre una despedida.
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